VERDAD O MENTIRA DEL CAUTIVERIO Y
LIBERTAD
Algunos
hechos de nuestro pasado que no necesariamente son reales o que no sucedieron tal
y como nos contaron.
En
Sobreviviendo a la esclavitud, la historiadora Maribel Arrelucea descubre
insólitas estrategias de resistencia entre los afrodescendientes en la Lima
colonial.
La
Lima del siglo XVIII era una villa casi rural, agitada y bulliciosa. En sus
plazas, calles, pulperías y caminos polvorientos, surcados por acequias y
canales, hombres y mujeres de colores diversos —españoles, criollos, mestizos,
indios y negros— se dedicaban a múltiples actividades. A los africanos y sus
descendientes se les veía caminar con soltura: algunos vendían productos en las
calles, otros hacían mandados, unos trabajaban en oficios menores y sucios,
como descuartizadores de reses o aguadores, y había los que parecían
vagabundear entre los corrales, chacras y huertas cercanas en las que se
sembraban verduras, frutas, granos y alfalfa.
Los
viajeros que pasaban en aquel tiempo no sabían con exactitud quiénes eran
esclavos y quiénes no. A diferencia de otros centros coloniales, en Lima no se
veían hombres encadenados entre los cañaverales ni arreados a latigazos como
bestias para ir a trabajar. Sin negar la existencia de inhumanos regímenes de
opresión en obrajes, trapiches o haciendas, en gran parte del período colonial
se vivió lo que la historiadora Maribel Arrelucea llama “una esclavitud
relativa”. Ella ha publicado un libro que desvela los diversos mecanismos de
los que se valieron los esclavizados para hacer más llevadera su situación,
para sobrevivir en medio de la adversidad.
Y
así aporta datos insospechados: la mano de obra esclava no fue tan numerosa
como en otros lugares, y quienes más la usaron fueron las órdenes religiosas.
En las haciendas jesuitas de Santa Beatriz, San Juan y Villa, el número de
esclavizados podía sobrepasar el centenar, pero en una chacra de regular tamaño
en Pando o Lince no había más de 20. Y no solo los ricos recurrieron a esta
práctica, sino también los pobres o las mujeres solas que de esta manera se
mantenían ‘alquilando’ a sus esclavos como jornaleros. Incluso hubo casos de
libertos que ‘compraron’ la manumisión de la mujer que amaban o viceversa.
En
esta ciudad de medias tintas, la esclavitud tuvo también sutilezas. Cada cual
negociaba como podía sus beneficios en esa pirámide de castas que fue la
sociedad virreinal.
* * *
“Tenemos
la imagen predominante de esa esclavitud arcaica, de la plantación, que
convierte a la persona en animal como en la serie Raíces, pero en Lima el
sojuzgamiento dependió de múltiples factores: de quién era el amo, de la
especialidad laboral del esclavizado, o de las relaciones que establecía con
sus propietarios”, dice Maribel Arrelucea.
Esto,
en gran medida, pudo ser posible porque aquí la esclavitud no fue masiva sino a
pequeña escala. Según el censo de 1791, solo el 3,74 % de la población era
esclava. Por eso la relación que se estableció entre cautivos y propietarios
fue cercana, y se desarrolló mayormente al interior de las casas. Ahí se
generaron vínculos afectivos que fueron aprovechados por los esclavizados para
sobrevivir.
Sobreviviendo
a la esclavitud
Editorial:
IEP
Páginas:
439
Precio:
S/70,00
Arrelucea
cuenta que uno de los casos más interesantes fue el de los esclavos jornaleros.
Eran hombres y mujeres que tenían libertad de movimiento, y que habían sido
comprados para que se dedicaran a múltiples oficios y así pudieran pagar un
jornal a sus amos. Es probable que muchos de ellos, después de cumplir con sus
tareas, se dedicaran al juego, la bebida o el ocio, y contribuyeran a crear esa
imagen variopinta de Lima a mitad del siglo XVIII.
“En
aquella época era normal que un esclavo trabajara por las mañanas como
doméstico, y por las tardes saliera a las calles a vender dulces, comidas y
licores”, añade la autora.
* * *
Las
historias que se cuentan en este libro han sido sacadas de los múltiples
litigios seguidos por los esclavizados en el Tribunal Eclesiástico. Ahí no solo
denunciaban a sus amos por sevicia (malos tratos), sino también buscaban permisos
de matrimonio, presentaban quejas para evitar ser separados de sus parejas, o
pedían licencias para ver o bautizar a sus hijos.
Por
ejemplo, Gregorio Ocaña, en 1787, denunció al amo de su esposa, quien quería
venderla “en las chacras de Huarmey”. O María Lamayor, “esclava de casta
carabalí”, invocó en 1783 la “santidad de su matrimonio” para exigir la pronta
venta de su cónyuge. Sucede que el amo de este quería retenerlo y evitar que se
viera con ella. Otra, María Yta, denunció a la propietaria de su marido por
encerrarlo en una panadería.
“Los
esclavos que se portaban mal no eran llevados a las cárceles, sino a las
panaderías”, precisa la historiadora. Ahí sí había grilletes, látigos y
jornadas inhumanas de trabajo que empezaban a las seis de la tarde y terminaban
pasado el amanecer. Los que eran llevados a estos molinos terminaban con los
pies lacerados, con la espalda destruida por los golpes que recibían de los
capataces.
La
libertad era un sueño que todos buscaban. “Esta se ganó a largo plazo, muchos
la consiguieron como gracia por sus servicios, otros de generación en
generación al interior de las casas”, dice Arrelucea. Y —como también se cuenta
en este libro— no pocas mujeres la obtuvieron en los dormitorios, después de
enamorar a sus propietarios y tener un hijo con ellos. Era un precio alto pero
efectivo.
JORGE PAREDES LAOS
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