EL CHOLO AMÉRICO DEL CALLAO
Cuando yo tenía trece años, era así, exactamente como eres tú, ahora. Mi papá me dijo, vamos Américo. Sin decir, una palabra lo seguí. Serían las ocho de la noche. Salimos de la casa, pasamos por en medio de las casas de lo Dávila, los Gonzáles, subimos las escaleritas que daba a la casa que era de la señora Angélica que tenía una escuelita. Así salimos del barrio. Caminamos dos cuadras. Llegamos al cruce de Arequipa sur –antes se llamaba así Contralmirante Villa-, y avenida Buenos Aires, ahí me dijo.
- Ya Américo, hasta aquí llegamos. A partir de ahora vive tu vida como quieras, pero ya no vuelvas a la casa; ya no vives ahí.
Y de pronto me quedé, me vi solo en el mundo. Es que era flaco, medía como un metro sesenta y cinco. Mi papá había quedado viudo muchos años atrás. Primero tuvo una mujer, después tuvo otra. Hasta que le tocó una morena muy bonita, algo joven, Raquel Guerrero, buen cuerpo como toda negra. Pero nunca la mire como mujer, tampoco como a una mamá. Era indiferente. Yo pensaba en mi mundo. Todas las tardes jugaba un partido de fulbito, en la canchita del Barrio Fiscal Nro. 2, frente a la casa de mi papá que era número 60. Mis verdaderos amigos, eran los Rebosio: Hunguita –que se llamaba Hilario-, su hermano Coquío –que se llamaba Jorge- y el loco Roberto. Ah también estaba el mono Andrés Pajuelo, que cuando lo llamaban, respondía –Y, Berridos, por mi madre-. Al costado de la Comisaria vivían los Rugel eran como 8 hermanos. La señora, mamá de todos era la señora Avelina Romero, cocinaba muy bien; esa es otra historia –pronto la escribiré, yo el cronista, que redactó esta crónica-. Ahí tenía a mis amigos: Ricardo, Juan y así sucesivamente, tenía muchos amigos. Esos amigos eran mis verdaderos hermanos.
Bueno, volviendo a la noche en que me quedé, de pronto. sin casa, sin familia, ni nada ¿No sabía qué hacer? Estuve parado largo rato ahí. Era un chiquillo. Todo lo de valor, que poseía, lo llevaba en los bolsillos. A las justas había logrado coger una casaca, era delgada, pero me cubría del viento marino que me abofeteaba como diciéndome, vamos reacciona. De pronto todo se iluminó y me acordé de mis amigos los Rebosio. Volví sobre mis pasos y llegue a mi hermoso Barrio Fiscal, rápidamente me pare en la ventana del callejón donde vivían los Rebosio y silbe despacio, pero claramente para que me escucharan mi amigo Coquío. Efectivamente, se asomó a la ventana me miró y con la mano, derecha, sin decir una sola palabra me dijo que esperara. A los 5 minutos, mi pata salió, sonriendo me dio la mano. Puso su brazo derecho sobre mi hombro y me dijo vamos. Y comenzamos a caminar con dirección a la Plazuela Santa Rosa, que está frente a la ex-Comisaría Alipio Ponce. Hoy cuartel de la PNP. Nos sentamos en una banca y ahí le conté lo que me había sucedido. Coquío, que era de mi edad, abrió los ojos muy grandes y estiró su cabeza hacia adelante, dejando los hombros atrás. Sin pensar mucho me dijo
- No te preocupes, Américo. Desde ahora vas vivir con nosotros.
La mamá de Coquío se llamaba Clotilde. Como ella trabajaba en el Centro de Salud, Alberto Sabogal, que quedaba en la calle Lazareto en el Callao, ya estaba durmiendo. Entraba a trabajar a las 6 de la mañana. Sin hacer ruido ingresamos a la casa, de ahí al dormitorio, en ese cuartito dormían los 6 hermanos varones, la hermana de Coquío, Olga –que era de nuestra edad-, dormía con su mamá.
He vivido con El Cholo Américo, cerca de 30 años. Nunca le escuché pronunciar un reproche por lo que hizo Don Luis Gonzaga, su papá, mi abuelo por parte de madre.
Así, comienza la historia de EL CHOLO AMÉRICO DEL CALLAO.
La imágen fue recopilada del internet.
Comentarios
Publicar un comentario