LOS LUNES CON LUCHO
A menudo suelo pensar que en el preciso instante de escribir sobre gratos recuerdos inmarchitos, éstos vuelven a tener, como antaño, vida propia.
EN EL QUE SE NARRA CÓMO CONOCÍ
La institución en la que me desenvolvía como diligente empleado el año 1975, celebraba sus Bodas de Diamante de fundación. La directiva acordó invitar al historiador Jorge Basadre para que ofrezca una conferencia a los socios. No sé que atributos observarían en mí, que me eligieron para llevar a cabo esta delicada misión.
Lo llamé por teléfono. Me atendió muy solícito. Le expliqué brevemente el motivo. Luego de un corto silencio, me citó a su casa para el día siguiente a las ocho de la mañana.
Mi memoria no precisa si fue un timbre o una aldaba lo que toque de esa señorial mansión. La mañana se presentaba armoniosa, apenas tenues rayos de sol se filtraban por la copiosa arboleda existente creando difusas sombras.
Una gentil matrona me franqueó la puerta.
En tanto esperaba, apoltronado en lujoso sillón de cuero gris, escuchaba el rítmico traqueteo de una máquina de escribir. ¿Sería con la que escribió los once tomos de su Historia de la República del Perú?
Mi torrente sanguíneo estaba bullente. Apareció con pasitos entrecortados, mirada ligeramente ladeada, gafas en la mano, una gorra con visera color marrón, rostro sonriente. Pequeño de estatura, tez blanca, algo grueso, ojos vivarachos e inquisitivos.
Hice inauditos esfuerzos para estar aplomado. Nos estrechamos la mano. Le expliqué los pormenores de la invitación. Me observaba con atención mientras bamboleaba suavemente sus anteojos.
Señor López, -así me trató pese a mi manifiesta juventud- por estos días ando muy ocupado corrigiendo las galeras de un libro. Me absorbe totalmente. Además, no soy de improvisar ni muy locuaz para conferencias dilatadas. Tendría que dedicar un buen tiempo para buscar tema y escribirlo. (Lo sabía un catedrático de nota, San Marcos, La Católica lo tuvieron como erudito profesor; incluso en Argentina, España y USA, ofreció sendas disertaciones. Su disculpa de falta de tiempo era real).
Algo entristecido, me miró a los ojos. Bueno, ya que se tomó la molestia de visitarme le doy una solución: busque a Luis Alberto Sánchez y dígale de mi parte, que me haga el favor de "suplirme" (hizo con los dedos el entrecomillado). Explíquele mi falta de tiempo; él no pondrá objeción pues es un "hablantín" consumado.
No insistí. Aproveché que su calidez saltaba a la vista para hablarle sobre dos libros de él: Perú, problema y posibilidad, allí nos entrega en capítulos eruditos sus análisis históricos sobre nuestro país; y el otro, delicioso: El azar en la historia y sus límites, en los que recalca la importancia de lo imprevisto o las probabilidades del azar en acontecimientos cruciales.
Algo sorprendido, dijo: me reconforta que la juventud lea mis libros. A usted, señor López, se le abrillantaban los ojos cuando me hablaba; pero, por favor, no vaya a leer mis Conversaciones con Pablo Macera, fue una verdadera odisea ese diálogo. Al decirlo, me tocaba el hombro sonriendo.
Aún resuenan, tal si hubiese sido ayer, las gentiles palabras de este gran patricio, al despedirme: "Usted puede ser un buen diplomático, señor López".
Estoy casi seguro que lo dijo, por el impecable terno negro con pespuntes blancos que estrenaba para la ocasión.
LUIS ALBERTO SÁNCHEZ O LA VISIÓN OCEÁNICA
Ni bien salí de la casa de Basadre, ubiqué por teléfono a Luis Alberto Sánchez. Le narré con detalles la necesidad de contar con él para una conferencia. Lo llamo, le expliqué, a instancia de su amigo el doctor Basadre. Su falta de tiempo le impide aceptar nuestra invitación. Desea que lo "supla", ya que usted es, según su parecer, "un buen hablantín".
--Ja, ja, ja. ¿Eso le dijo Jorge? Hay que dejarlo con su recargado trabajo, está muy ocupado.
Lo espero mañana temprano, ¿a las nueve?
Llegué puntualísimo. Su oficina estaba ubicada en el jirón Moquegua por el centro de Lima.
Una atenta secretaria me recibió. —Pase usted, el doctor lo espera—
Al ingresar, lo encontré arrellanado en un sillón, tras un trajinado escritorio de madera. Una rápida mirada me permitió observar que, a manera de ornamentación, se exhibían libros dispersos, pipas, lupas de variados tamaños (años después, escribiría su ensayo Escafandra, lupa y atalaya).
En las paredes se presentaban sendos diplomas enmarcadas austeramente, divisé una caricatura al carbón que agigantaba sus lentes, variadas fotografías y hasta, me parece, un busto pequeño con su imagen.
Al estrechar su mano en señal de saludo, me sobrevino algo así como una ataraxia (estado de placidez infinita), ¡hacía contacto físico con la leyenda viva de la literatura peruana! ¡uno de los fundadores de nuestra prosapia literaria!
A los nueve años creó su primer cuento, Los ladrones audaces, y nunca cesó de escribir.
Empeñoso lectorcito, hice desfilar mis recuerdos en fila india: Historia de la literatura peruana, Los poetas de la colonia, El pecado de Olazabal, Aladino o vida y obra de José Santos Chocano, Mi Manuel, Visto y vivido en Chile...y las decenas de artículos de sus Cuadernos de Bitácora, que tenia recortados en casa.
--Siéntese, por favor. Explíqueme brevemente sobre su institución y cuál sería el tema de la conferencia.
Le contesté lo más pausado que pude, sin dejar de observarlo ni un solo instante. Sus ojos, que solo distinguían sombras, como los de su amigo Borges, estaban enfundados con anteojos de cristales potentes, se movían hacia mí sin punto fijo.
--Sobre el contenido de la charla, usted decide doctor.
--Sugiérame alguno, respondió.
¿Por qué me vino a la mente El flautista de Hamelin? ¿Por lo aflautado de su voz?
Mario Vargas Llosa, narra en La tía Julia y el escribidor, que trabajó con el historiador Raúl Porras Barrenechea, fichando autores peruanos de la época colonial y otros. Le maravillaba la eximia pulcritud y rigurosidad de sus escritos.
Recordando esta lectura, le espeté:
¿Puede ser sobre Porras, doctor?
--Bien, entonces hablaremos sobre Raúl. Así de conciso y sin titubeos lo dijo.
Agregó: No más de cuarenta y cinco minutos. La gente se aburre de oír monologar, y lo dijo con deliciosa sorna, a un "hablantín".
En tanto se erguía para despedirme, rememoré un curioso episodio leído en su única novela, El pecado de Olazabal. Un exsoldado a punto de morir confiesa que fue él quién asestó los bayonetazos que acabaron con la vida del presidente del Perú, Agustín Gamarra en la batalla de Ingavi.
Todo esto le farfullé, y agregué, ¿fue ficción o realidad? Aún estrechando su diestra, me respondió:
-- Fue mi primicia...pero no de Oro de Indias.
Tímidamente respondí:
-- ¿Alude usted a Chocano, doctor?
-- ¿Lo ha leído? Al asentir, siguió
--Eso es bueno.
En brevísimos segundos y aprovechando la fugacidad del instante, le hice conocer la media docena de sus obras escanciadas.
Hay actitudes que nos mueven y luego nos conmueven. En su mirada difusa trató de observarme con más precisión. Su mano izquierda se posó sobre nuestras diestras aún apretadas y susurró un ¡gracias!
Antes de abrir la puerta de salida, me dice imperativo:
¡No deje de seguir leyendo!
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