EL OFICIO DE ESCRIBIR
DEL OFICIO DE ESCRIBIR. En términos generales todos somos escritores, aún el escribir una lista de compras para el mercado, es escribir. Anotar nuestro nombre en una lista de partícipes a una asamblea de padres de familia, es escribir. Sean escritores o no escritores, todos los que no somos ágrafos realizamos con habitualidad diaria la escrituración o escritura, misma que implica el uso de fonemas convertidas en grafemas sobre un soporte donde estas se escriben.
¿Cuándo empezó mi interés por la escritura? Recuerdo que desde pequeño escribía; fue mi refugio para la violencia de las personas violentas, fue mi mundo lúdico, mundo que compartía con otros ejercicios también lúdicos: como las carreras, el partido, las canicas o el trompo. Escribir fue mi refugio y mi zona de confort, ya lo dije. Luego de aproximarme a mis primeras lecturas, a esas fábulas de Samaniego que engañé a mi padre para hacer que me las comprara en la librería de barrio de la esquina -no había grandes librerías ni ferias de libros, en aquellos tiempos de párvulo-. Luego de devorar los cuentos de Valdelomar, de Arguedas, de Francisco Izquierdo, durante mi niñez -que tuvo notas solitarias y de evocadores silencios, de sufrir con el Vuelo de los cóndores la caída de la pobre niña acróbata, como si el dolor del personajillo fuera el mío propio- es que yo empezaba a intentar escribir mis propias historias. Lapicero y papel, fueron de uso corriente en mi infancia. Así, después de mis lecturas, de llenarme la cabeza con mundos maravillosos y tejidos por sueños, solía escribir en trazos mentales historias adoquinadas de mis vivencias. Descubrí que a través de los libros podía ser el hombre que aún no era, un héroe como Miguel Grau, un perspicaz Holmes, un hórrido espectro de Poe, un capitán Nemo y su Nautilus surcando los submares. Luego fui creciendo y mis lecturas se hicieron más densas, más filosóficas, más intrincadas y laberínticas. Mi padre me presentó a sus amigos de la biblioteca de la universidad de San Marcos, yo aún iba al colegio, pero tenía licencia para dejar el carnet de trabajo de mi padre y llevarme a casa los libros (préstamo a domicilio le llamaban) que sólo los universitarios podían leer. Ensayos. Tratados. Teorías del conocimiento. La mitología griega era mi favorita. Siempre mi mente, en constante ebullición y efervescencia cognitiva, comenzó a explorar a Sartre, Camus, Vallejo, Freud, Mariátegui y llegué a Marx, a Keynes, Maquiavelo, Pizarnik y Borges, el orden de esta selección, en el anaquel de mis memorias, no tiene importancia. Las he escrito como me las he ido recordando. Lo que sí importaría es que he sido cruel con otros libros que no cito y he sido asesino de algunos episodios y lecturas que no he nombrado. Me pregunto, por si la vida se midiera por los libros leídos: ¿De cuántos libros se compone el espíritu de un hombre...?
Lo que he referido sin el énfasis que pretendo, es confesar que en ese tiempo ya escribía vaguedades, creyéndome un escritor. Y hoy, como en esos tiempos idos, aún sigo leyendo y aún sigo escribiendo. Lo que me mueve hoy de adulto a escribir, no es el ego, que de por sí lo tengo ingente, por el orgullo de no saber doblar las rodillas. No, no es el ego lo que me hace querer ser escritor. "Ego" que no me asusta, y que, por cierto, debe ser inherente a todo ser humano en el mundo. Todo hombre debe ser importante y grande. Y, debo confesar, yo no creo en la humildad. Esa humildad a la que debes aspirar cuando “No eres de piel blanca o no tienes riqueza”, ya que en un mundo de blancos y de ricos, sólo ellos son bien vistos si no son humildes. El cholo, el mapuche, el vietnamita, el azteca, el negro, el pobre: no puede ser grande, sino pequeño... y humilde. Creo que es tiempo de cambiar la historia; pensemos distinto. Y volviendo al tema del porqué escribo, para no poner en aprietos mi sintaxis y generar un desorden que es un pecado en toda buena redacción, ordenando las ideas, diré que se debe escribir por razones más importantes y trascendentes que el ego. Por algo más sublime. Por razones más humanas y psicológicas, allende el ego, es que yo escribo. Y si a ti, amigo escritor, eso no te pasa, es porque no asimilas aún el significado correcto y maravilloso de escribir, de esta locura que transforma mundos y que es capaz, donde acaba el camino, de trazar nuevas coordenadas de pensamiento para que evolucione el ser.
No se debe escribir para obtener diplomas o reconocimientos, claro, quién no los quiere. Pero yo bien podría escribir en una isla solitaria, como suelo decirlo, y hacerlo con la misma fruición de siempre, porque el escribir es consustancial al verdadero escritor, es el alma la que necesita salir bullente hasta llegar a la escritura. Como empezaba diciendo en este post, todos escribimos; pero el tema de diferencias entre el simple hacerlo, viene cuando queremos hacerlo profesionalmente. Muchos no saben escribir pero desean los triunfos, y no mueven un dedo para mejorar su oficio y su producción. ¡Estudiemos compañeros! También los hay los que saben escribir muy bien, gente de la que aprendo, gente que sonríe con el alma, pero que en algunos casos su voz se apaga entre la burocracia artística, que ya no sabe reconocer méritos sino obsequiar indulgencias.
Casi a punto de terminar estas ideas libres y tomadas a vuelo de pájaro, debo decir que para mí la verdadera razón de escribir es amar este oficio por sobre nosotros mismos. Ya que el amar “no importa posesión del objeto amado”, sino entregarle “libertad” para que arda la chispa inmortal de su existencia. Entonces bien, si me amo a mí, usaré la literatura para mis fines subalternos e inferiores, la someteré a mis caprichos y veleidades; pero si amo la literatura, la elevaré hasta conseguir la magnificencia y los fines más superiores para deleite y satisfacción de la cultura.
El ser escritor, como cualquier oficio (y sólo la necedad podría negar lo que voy a expresar, necedad con la cual no cabe discutir ni gastar tiempos), demanda lecturas abundantes y mucho estudio del idioma, de la ortografía, la gramática, la sintaxis, los tropos, el uso de la misma imaginación. Y si eres poeta, será menester añadir a estos requisitos: el saber vibrar en emociones; y, ése sí, es un don que no se adquiere, sino es inmanente al buen poeta. No basta meter palabras a mansalva a lo que escribamos, palabras rebuscadas, hacer enredos mentales, es necesario mostrar la belleza de una buena construcción que encarne sentimientos del poeta en palabras. Decía el filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein que “Los límites de tu lenguaje son los límites de tu mundo”.
A veces, quisiera ya, volver a mi encierro, a esa forma de escribir sin publicidad ni publicaciones, volver a mis claustros creativos de misántropo, alejado de la obligación de aplaudir versos que me aburren, que no me dicen nada o cuentos mal escritos, y lo que es peor e imperdonable, vitium vel máximum, oír poemas de paz y de educación, de gente violenta y virulenta. A veces, quisiera perderme en abismo abisal y soterrar mis decepciones con la sociedad moderna, en las profundidades donde no se oyen las voces de guerra de la gente… A veces también los brazos se cansan de remar contracorriente… Sólo que extrañaría a muchas personas que amo, a mucha gente que ama el arte por sobre ellos mismos, gente hermosa de alma, del Perú y del mundo, gente que escribe como los dioses, porque solamente hacen desbordar su alma en sus escritos. Y gente de hermosa alma que no escribe, pero hacen de su vida un acto permanente de bondad. Por ellos aún permanezco... Espero que la rueda del mundo siga rodando para bien, que Vallejo no se revuelva en su tumba, que vea la unión de los hombres en torno a la verdadera libertad y el amor, que las artes colmen todos los espacios del mundo... así yo no pueda cegar mis ojos presenciando esta feliz locura de mejorar al mundo.
EL CUERVO HA DICHO (ALEJANDRO MEDINA YCOCHEA, dixit) e imagen
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