LOS
LUNES CON LUCHO
EL
AMOR A LOS HIJOS
Luis Manuel Lòpez Farfàn
Las
cuatro letras más recurrentes en nuestra lengua -y de todas las existentes- que
expresan con precisión nuestros deseos más elevados, embargados que estamos de
éxtasis interior, es la palabra amor: en la acepción más prístina, el que se le
entrega a los hijos.
Soy
consciente de la amplísima y variada circunstancia en que afloran indetenibles.
Agotarlos en cortas líneas es tan difícil como querer hacer gárgaras con talco.
Punto menos que imposible.
Van
algunas divagaciones.
¿Existirá
un termómetro espiritual en cada uno de nosotros que mida -luz roja encendida-
el valor cualitativo de una mirada o de un abrazo o de un beso, que se entrega
a la hija o al hijo?
¿Por
qué nos conmovemos hasta la médula de los huesos ante sus alejamientos forzados
o alborozados retornos?
¿Por qué revoloteamos danzarinamente ante sus titubeantes primeros pasos sin saber de donde nos brotan esos soles de alegría, transfigurados que estamos de estupor?
Al
contemplarlos, sin ser notados, quisiéramos inventar para ellos nuevos aires,
nuevos atardeceres, nuevos crepúsculos, nuevas noches ..... que les sirvan de
cobijo.
De
los setenta mil pensamientos que puede crear nuestra mente a diario, un
porcentaje altísimo son para implorar protección a nuestros retoños, estén
visibles o no, sean niños, jóvenes o adultos.
Nuestros
dedos instintivamente van a sus rostros. Nos sabemos observados, le sonreímos,
porque la felicidad -improbable estado, según algunos- nos cogió de lleno y ya
somos un mar de llanto, o mejor dicho, un mar de amor.
Y, al contemplar arrobado y lleno de sideral silencio a la tribu formada, no logro precisar cuál de ellos tiene el mayor trozo de púrpura o el más considerable fragmento de cielo.
Ya
les dije cómo quiero a mis hijos. Ahora, dímelo tú ¿cómo quieres a los tuyos?
En
la prosa cuasipoética que sigue, trato de dar voz a un bebé que acaba de nacer.
Busca a alguien y detrás del vidrio que los separa, hay un hombre: es su padre.
CUANDO
TÚ LLEGASTE
Descubriste
casi de inmediato las
multicolores
luces que serpenteaban
sobre
una sorprendente superficie.
Sentiste
la irreprimible sensación
de
querer juguetear, manotear
sobre
la nada, beberla, envolverte
en
ella, aspirarla.
Un
melancólico remanso ondeaba
en
la cálida atmósfera del nosocomio,
adquiriendo
por momentos,
llanos
tonos opalinos.
Gente
desconocida en radiante
actitud
te contemplaba,
tonos
fascinantes acentuaban suspiros,
te
sentiste levitado, ingrávido.
Pasada
la turbación, burbujeaste.
Tu
nebulosa mirada morada
envolvió
el recinto, buscando.
Una
extraña luz te guió. Te detuviste,
ensayando
tu mejor ternura sobre quien
yacente
suplicaba susurrantes palabras;
ahí
recordaste haberlas oído
cantarina,
durante nueve meses.
Al
ser levantado por esos angélicos brazos
distinguiste,
brevemente, en el lustroso vidrio
de
la sala, a un hombre. Su faz no se
percibía bien.
Una incontrolable lluvia proveniente de sus
ojos
le
desfiguraba el rostro, ¿por qué me mirará así?
alcanzaste a musitar, abrazando los brazos
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