CADÁVER DE RÍO

CADÁVER DE RÍO
Nicolás Hidrogo Navarro 
Desde lo alto del curvado mirador de Alenya, al borde de la carretera arisca a Bagua, se divisa un río dormilón con dos brazos malogrados gigantes, ahora famélicos y desgonzados, enfermos de tristeza y sarampión. (No puedo decir lo mismo de mí, estoy al borde de un precipicio, enfermo y gangrenado, desahuciado y contunazmente intoxicado de nostalgias y al borde de cadalso). El río discurre lento y diría que sus aguas están atoradas en una oxidada garganta imaginaria. En la distancia crepuscular, un humo blancuzco y verde, sucio y maloliente, indica chaleos entre la floresta,  las orillas están imantadas de flacuchos carrizales resecos, lianas intrincadas con espuelas, endiablado gramalote elefante  y una sorda tristeza que se esparce cual sanjuanitos ecuatorianos escupidos por alguna radio oculta en alguna secreta choza. Sobre las orillas distantes y temblecas, yacen dos solitarios berrugosos sauces abandonados a su suerte, ahorcados prometeicamente por un centenar de bejucos salvajes e impenitentes. La reseca arena y el ripio de la  orilla, quema como fragua fundida de arado. En la única poza verdosa, se adivina un diminuto cardumen de Doradas sobrevivientes, Pempes amansados, Boquichicos y algún Sábalo solitario rezagado de la makvada sequía en toda la amazonía. El lecho de río, otrora violento, acuoso y torrentoso, ahora solo es un remedo caricaturesco de riachuelo imberbe y desvitaminizado, enclenque y huesudo. La noche anterior, cayó un rayo entre unos árboles de cerma y el fuego dejó pelado como pampa de fútbol, desolado y ennegrecido, un par de kilómetros de orilla, cuesta arriba. Es río aún -o parece que lo fuera- y se resiste a no serlo, pero se puede cruzar a pie, ya no tiene cashcas, ya no hay torrente que vadear, ya no se puede hacer clavados, solo es un paupérrimo hilo esmirriado de agua empobrecida que se descuelga gota a gota entre una inmensa caparazón amarilla y reseca. Yo: aquí  veníamos cuando nos escapábamos de la 16210, Gonchillo abajo. Ella: no te vayas, te perderás  en la selva. Yo: espero econtrar aquí  mi paz y mi epitafio. Ella: tanto talento al agua. Yo: escribí  lo suficiente, mis escritps hablarán por mí. (La tarde anterior me encontré, camino al mercado, una gata como mi Ramonita, con cuatro crías diminutas de un dia de nacido, otra vez la misma historia de Joma, sus miradas atraparon mi débil humanidad gatuna). Aquí hacían niditos las putillas, los acordeones, los colibríes, los chiclones y los arroceros. Aqui perseguíamos y cazábamos caballines, mariposas color lapislázuli y negros moscardones. Aquí hacíamos chozas imaginarias con hojas de chante de plátanos manzanos y hojas resecas de cañas bravas picalonas. Aquí yacen enterrados nuestros recuerdos y nuestra inocente y cándida niñez, donde el río era todo. La tarde se retuerce y se amaga de hinojos, se oye el chirrido de un millón de chicharras chillonas ribereñas, un millardo de alimañas y pájaros malagüeros anónimos. Se siente el galope de la noche en nuestros ojos y el río se transforma en un gigantesco cementerio ululando extrañas jaculatorias. La luna nos saca amenazante los colmillos careados. El diminuto anémico hilo de agua genuflexo se refracta en el horizonte como un batracio recién nacido, como un fantasma huyendo de sus propias ficciones. El miedo le tiene miedo al miedo. La cerrada y renegrida noche, es un obsceno soma de fantasmal morgue ambulante, masticando extrañas letanías entre el climaterio cadáver de las sombras envenenadas.


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