LA CAJA SELLADA
José luis Aroca Hrtmsmfed
En todas las familias hay historias que, con el paso de los años, se convierten en secretos. Secretos que pesan más que el tiempo, que sobreviven al olvido y que, a veces, quedan encerrados en lugares donde nadie debería intentar mirar. Esta historia no me pertenece a mí, pero me fue contada por mi madre, quien la escuchó de primera mano de la señora Laura, una vecina que fue como una segunda abuela para nosotros.
La señora Laura era una mujer especial. Había enviudado joven y no tuvo hijos, pero siempre tuvo espacio en su corazón para nosotros, los hijos de la vecindad. Yo la veía como una abuela. Nos recibía en su casa cuando mi madre tenía que trabajar hasta tarde, y para mí, quedarme allí era una alegría. Su hogar, aunque viejo y algo sombrío, era amplio y tenía un aire especial, un lugar lleno de recuerdos, pero también… de algo más.
Aquella noche fría de invierno, mi madre nos dejó al cuidado de la señora Laura. Mis hermanos y yo estábamos emocionados porque su casa siempre fue un sitio fascinante: habitaciones grandes, muebles antiguos y ese enorme jardín con rincones oscuros y misteriosos. Aunque era divertido jugar allí, había una reja de hierro en el patio que siempre nos había intrigado. Era vieja, cubierta de cadenas y un candado oxidado, y parecía proteger algo. Cada vez que preguntábamos, la señora Laura nos evitaba el tema con amabilidad, como si prefiriera que nunca supiéramos lo que había detrás.
Pero esa noche fue diferente.
Mientras corríamos por el jardín, mi hermano menor se detuvo en seco. Nos miró con los ojos muy abiertos y nos dijo:
—Escuché algo… como si alguien moviera las cadenas.
Nos quedamos quietos, mirando hacia aquella reja. El lugar estaba envuelto en sombras y el viento hacía que las hojas crujieran, pero no escuchamos nada más. Fue suficiente para que corriéramos dentro de la casa, riendo nerviosos.
Ya sentados a la mesa, cenando, la curiosidad no nos dejó en paz. Esta vez, insistimos más:
—¿Qué hay detrás de esa reja, señora Laura?
Ella dejó los cubiertos, nos miró en silencio durante un largo rato y, finalmente, soltó un suspiro. Por su expresión, supe que lo que nos iba a contar no era fácil para ella.
—Esa reja y esas escaleras llevan a un túnel… a una cripta —dijo finalmente—. Esta casa fue construida en el siglo XIX, cuando este terreno pertenecía a una familia poderosa. Antes de que mi esposo y yo compráramos la propiedad, nos advirtieron que aquel lugar era inestable y que no debíamos bajar. Pero mi esposo… no pudo evitar la curiosidad.
Mis hermanos y yo nos quedamos en silencio, escuchando cada palabra.
—Una tarde, mientras yo cocinaba, él decidió bajar con una lámpara —continuó ella—. Bajó aquellas escaleras de piedra hasta llegar a una sala subterránea. Me contó que el lugar estaba cubierto de polvo y humedad, con nichos vacíos en las paredes. Parecía una especie de cripta familiar.
—¿Y qué más había? —pregunté con un hilo de voz.
La señora Laura bajó la mirada, como si dudara en continuar.
—En el centro de la sala había algo… una caja de metal rojo. Era pequeña, pero tenía grabados símbolos extraños, como inscripciones antiguas. Lo peor era el candado. No era un candado común: estaba cubierto de los mismos símbolos, como si alguien hubiera querido asegurar que nada ni nadie pudiera abrirlo.
Nos miró con seriedad.
—Mi esposo era un hombre respetuoso. Me dijo que no la tocó, que solo la alumbró con su linterna. Pero justo cuando se dio la vuelta para salir… escuchó el candado abrirse.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
—No vio nada —continuó—, pero escuchó algo… algo que se arrastraba en la oscuridad. Él no pudo moverse. Se quedó paralizado, con la linterna temblando en su mano, escuchando cómo algo se deslizaba lentamente hacia él. Cerró los ojos y rezó, esperando que aquello se detuviera.
—¿Y luego? —preguntó mi hermano menor, temblando un poco.
—Me contó que, después de un rato, el silencio fue total. Fue peor que cualquier ruido, porque sentía que algo… o alguien lo observaba. Cuando finalmente pudo moverse, corrió de regreso. Salió gritando y me pidió que bloqueara la entrada. Yo tomé una cadena y ese candado viejo que aún está allí.
La señora Laura nos miró con gravedad.
—Desde entonces, nunca volvimos a bajar.
—¿Y qué pasó con su esposo? —pregunté con nerviosismo.
—Nunca volvió a ser el mismo —respondió ella—. Dejó de dormir, comenzó a escuchar susurros en un idioma que sonaba como alemán, aunque no podía entender lo que decían. Con el tiempo, su salud empeoró. Los médicos dijeron que tenía Alzheimer, pero yo… yo sé que fue otra cosa.
Nos quedamos en silencio. Afuera, el viento soplaba con fuerza y hacía que las ramas de los árboles golpearan las ventanas. El sonido de las cadenas seguía resonando en mi mente, y esa noche, por primera vez, la casa de la señora Laura dejó de parecer un lugar seguro.
Pasaron los años, y la señora Laura falleció. En su testamento, nos dejó la casa, con una condición:
—Prometan que nunca abrirán esa reja.
Mi madre, fiel a su promesa, ha mantenido la cadena y el candado intactos. Pero, a veces, cuando el silencio de la noche es absoluto, me despierto sobresaltado. Escucho un sonido metálico, como si las cadenas se movieran… y el eco de algo que se arrastra en la oscuridad.
Nunca he bajado a ese lugar. Y nunca lo haré. Hay cosas que es mejor dejar encerradas, porque lo que una vez fue liberado… podría no querer regresar a su prisión.
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