La situación planteada, es interesante. Se presta para brindar amor a nuestra madre.
Vendría a ser como un reconocimiento por todo el amor, la paciencia que ella nos brindó. Cuando éramos vulnerables.
Ella nos recibió en su vientre con mucho amor. Luego nos llevó en su vientre, el tiempo que duró la gestación. Sufrió con estoicismo los malestares de una maternidad. Y finalmente fue nuestra primera maestra, nuestra consejera.
MI MAMÁ, AHORA MI HIJA
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Acogí a mi madre en mi casa para que viviera con nosotros permanentemente. Sin ningún plan previo, llegó un día con una bolsa.
En ella había medias, zapatillas con la inscripción «La mejor abuela del mundo» (regalo de mis hijos), una bata de abrigo, una camisa y, por alguna razón, una funda de almohada. Ella misma hizo la maleta.
Desde hace tres semanas vive en mi casa una niña mayor, de ochenta y cuatro años. Delgada, con un moño blanco en la cabeza, lleva medias de algodón que se arrugan ligeramente en los tobillos.
Camina por el pasillo, sin hacer ruido con las zapatillas. Se detiene con cuidado en los umbrales, levantando las piernas, como si superara obstáculos invisibles.
Sonríe al perro del pasillo. Oye a personas invisibles y cada día me envía nuevos mensajes. Es tímida y duerme mucho.
Muerde suavemente un trozo de chocolate (se lo dejo siempre en su habitación) y toma un sorbo de té, sujetando la taza con las dos manos, una de ellas temblorosa.
Tiene mucho miedo de perder el anillo de su mano flaca y no deja de mirarlo.
De repente me doy cuenta de lo mayor y vulnerable que es. Se deja llevar, se relaja y deja de fingir que es adulta. Me ha confiado su vida con todo detalle.
Lo más importante para ella es que yo esté en casa. Respira tan aliviada cuando vuelvo que intento no irme mucho tiempo.
Vuelvo a preparar sopa todos los días, como solía hacer para mis hijos. Vuelve a aparecer un cuenco de galletas en la mesa.
¿Qué siento? Al principio, horror. Mamá siempre ha sido independiente, durante tres años después de la muerte de papá quiso vivir sola. La comprendí: por primera vez en su vida, a los ochenta y ocho años, hacía lo que quería. Pero la vejez pasa factura.
Ahora siento compasión por este mundo frágil, amor y ternura. Comprendo el camino que estamos recorriendo juntos.
Deseo con todas mis fuerzas que ese camino sea feliz para ella: en el calor, la comodidad, con su querida hija, albóndigas caseras y chuletas. Para mamá, ya no importa nada más.
Ahora tengo una hija, en casa, de ochenta y ocho años. Agradezco poder hacer feliz su vejez y darme tranquilidad, sin remordimientos.
Mamá, gracias por estar ahí. Por favor, quédate conmigo el mayor tiempo posible.
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