Con la llegada de la industrialización, se requería más mano de obra.
Aparece la clase obrera. Un varón que trabaja más de 16 horas. Y recibe a cambio una miserable paga.
Se aceptaba la mano de obra femenina a la cual le pagaban la mitad de lo que ganaba un hombre.
Nadie estaba exento del trabajo. Se aceptaban a los niños. Pero la paga era la mitad de la remuneración de una mujer.
No sé vivía. Se sobrevivía a expensas del empresario que cada día se enriquecía más; a costa del oprobio y miseria de los desposeídos.
EL TRABAJO A INICIOS DEL SIGLO XX.
Desde su casa en el número 4 de la calle Clark, en Eastport, Maine, caminaba hacia la Planta n.º 2 de Seacoast Canning Co. Allí pasaba el día encartonando pescado, sus manos pequeñas sellaban lata tras lata con una precisión que no debería exigirse a nadie tan joven.
El suelo olía a salmuera. El ruido de las tapas de hojalata ahogaba cualquier infancia posible. Las jornadas eran interminables: de 7 de la mañana a la medianoche, sin horas extra, sin descanso. Solo trabajo.
No estaba sola. Su madre y sus hermanas también trabajaban allí. Su hermano, en los barcos. Cada verano, la familia migraba desde Perry a Eastport para trabajar en la temporada alta. No por gusto. Por necesidad.
La imagen que aún sobrevive —Nan de pie, con la ropa manchada y los ojos fijos en la cámara— no muestra lágrimas. Tampoco rencor. Solo el silencio resignado de una niña que creció demasiado pronto.
Su historia, como la de miles de niños obreros de principios del siglo XX, nos recuerda que el progreso también tiene cicatrices. Y que hay miradas que aún hablan, incluso cuando el siglo ha cambiado.
Texto y foto recogido del internet
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